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es mi manera burda de compartir algunas fotos...

sábado, noviembre 20, 2004

Mi Primer Autito

Cuando era chica, soñaba con ser corredora de Fórmula 1.

Claro, -pensarán ustedes- ¡Otra admiradora de Penélope Glamour! No lo niego. El Matchbox fucsia y amarillo con sombrilla haciendo juego, que descansa sobre mi escritorio, es testigo. Aunque mentiría si no confesara que mi estilo se asemeja más a Los Hermanos Macana. Pero no. Meteoro fué desde siempre mi ídolo absoluto.






Ya más grande, empecé a seguir las carreras los domingos. El McLaren de James Hunt; Nikki Lauda y su Ferrari; Fittipaldi con Lotus; Nelson Piquet, Brabham; Alan Jones, Williams; Tom Pryce; Gilles Villenueve; Jacques Laffite... Me fascinaban esos autos espectaculares, los trajes llenos de etiquetas y los cascos de marciano. También los corredores, aunque indefectiblemente terminaran todos haciéndose moco.

Nunca convencí a mis viejos de llevarme al autódromo. Por eso miraba la carrera por televisión y la última bajada de bandera me incitaba a salir rajando para el Sheraton, hospedaje de los conductores en Buenos Aires. Por lo menos los veía de cerca. En la puerta del hotel me topé por primera vez con Mario Andretti y obtuve su autógrafo. Años más tarde lo volvería a cruzar en el Grand Prix de Long Beach. Ya no corría, por supuesto. Pude comprobar la triste verdad: los campeones también pierden la memoria. A pesar de darle datos precisos de nuestro primer encuentro, no me recordaba.

También conocí, bajo circunstancias inesperadas, a Ricardo Zunino. Ese verano pasé mis vacaciones en Barreal, Provincia de San Juan. Teníamos reservaciones en el único hotel del lugar. Como la cuestión era olvidarnos de las comodidades de la gran ciudad, nos llamó la atención una casona a un par de cuadras, con paredes de adobe, pisos de barro y sin baños privados. Era una de esas construcciones donde todas las habitaciones desembocan a un jardín central, con una higuera en el medio. Nada se interponía entre las ventanas y el Valle de Calingasta. Nos mudamos inmediatamente, enterándonos más tarde que era propiedad del señor Zunino, el cual se encontraba descansando unos días en el lugar. Averigüé por qué nunca ganaba: la pachorra sanjuanina. Por lo menos me saqué el gusto de pasear en su Alfa Romeo y dar una interminable cabalgata en su compañía.

Con los años se fueron diluyendo las ganas de competir y acrecentando las de tener auto propio. Seamos sinceros, viviendo en Belgrano R, trabajando en Constitución y estudiando en Villa Domínico, tenía tantas combinaciones de trenes, subtes y colectivos para elegir, como días del año. No era aburrido sino desgastante.

Entonces me mudé a Los Angeles, donde el transporte público es casi inexistente. ¡Cómo me golpeó la realidad! Es que una sueña, pero olvida los detalles. El auto lo conseguí enseguida. Lo que no conté, es que para disfrutarlo:

  1. Hay que saber manejar.
  2. Hay que acordarse dónde se lo estaciona.
  3. No hay que dejar las llaves adentro y trabar la puerta.
  4. Y como mínimo: fijarse bien de que color es.







Aprendí a manejar con la camioneta del Hétor. ¿Necesitan más aclaraciones?

No fundí el motor, porque el Volgswagen es de fierro. Lo manejé 3 meses sin pasar de segunda “porque no quería ir rápido”. Rompí el pedal del embreague y seguí conduciendo sin arreglarlo, total los cambios entraban a la fuerza. Paraba en los semáforos en rojo en casos de extrema necesidad, ya que si frenaba, se detenía el motor y agotaba instantáneamente la batería. Desarrollé músculos de Popeye de tanto correr al lado del coche, con la puerta abierta y las manos al volante, hasta lograr la ignición...

Ni quieran saber el día que fui a ver “Danza con Lobos”. Después de 3 horas de película, ¡me habían robado a Herbie! Desesperada, subí y bajé varias veces el estacionamiento de 7 pisos que siempre uso cuando voy Santa Monica, para seguir comprobando que el auto no estaba. Llorando salí a la calle en busca de un teléfono público para llamar un taxi, cuando me acordé que por falta de lugar, lo había dejado en el parking de la otra cuadra...

Dejar la llave adentro nunca fue problema, tomé una práctica bárbara dando golpecitos suaves y en seguidilla al ventilete hasta que se abriera y con una percha de alambre subir la perilla hasta destrabar la puerta. Por el contrario, fue un problemón mayor tratar de abrir la puerta de un escarabajo gris, romper la llave en la cerradura y puteando al cielo descubrir que mi auto no era ese, sinó el blanquito estacionado en la vereda de enfrente.

En fin. He madurado y la experiencia me ha enseñado muchas cosas. Entre otras, que ya manejé bastante. Lo que ahora quiero es un chofer.