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es mi manera burda de compartir algunas fotos...

martes, octubre 05, 2004

El aeropuerto al mediodía.

Hace un mes atrás les presentaba a mi ahijada, recordando su bautismo.

En ese viaje mi entonces novio me proponía matrimonio en el trayecto de Saenz Peña a Resistencia.¿Se acuerdan?



Hoy continúa la historia.



Trás dos horas interminables llegábamos a Resistencia, para cenar con mis tíos antes de seguir rumbo a Puerto Iguazú. Acabada la pizza, en la estación de micros, comprendimos que había un solo bus y dos series de boletos, los blancos y los amarillos. Lo que no intuíamos era el par de días que nos caían encima...



Indefectiblemente, nosotros teníamos los boletos blancos, los que se quedaban sin viajar. Otras dos horas y por milagro, llegó un nuevo ómnibus. Tan nuevo que se descompuso en Corrientes. Terminamos en un micro repleto, muertos de frío por el aire acondicionado al mango y teniendo que viajar parados hasta Posadas. Las valijas, se quedaron en el colectivo roto.



Más tarde que temprano llegamos al hotel de Puerto Iguazú, agotados y con un calor de morirse. Apenas prendimos el aire acondicionado se cortó la luz. No nos quedó otra que salir y recorrer las cataratas. El relato turístico lo dejo para Ginger.



Para ese entonces ya era fija, nos casábamos, pero el Registro Civil estaba cerrado hasta el día siguiente a las 9 de la mañana.



El Registro Civil de Puerto Iguazú era un localcito en la terminal de ómnibus. Tan chiquito que ponen sillitas plegables en la puerta para los que esperan por los trámites. Llegamos temprano y ya había dos señoras tratando de renovar el DNI.



Le comunicamos a la empleada de turno que nos veníamos a casar, así de golpe. No supo si la estabamos cargando, pero por las dudas nos dio las instrucciones: primero, llenar la solicitud, de la cual cuentan con un único original, previo paso por la galería a sacar una fotocopia, (en la única fotocopiadora pública del pueblo, en ese momento, siglo pasado); segundo, traer reportes de análisis de sangre y exámen médico de rigor; tercero, volver día siguiente.



Nos vió llorando y comprendió que la cosa era seria, no podíamos regresar al día siguiente, o perderíamos el vuelo a Los Angeles. Conmovida por nuestras lágrimas, nos dio dos horas: “si vuelven a las 11, con todos los papeles, los casamos”.



Ahí empezamos a ver la luz y a causar revuelo.
Corrimos al centro comercial: el negocio de la fotocopiadora, cerrado hasta las 10.


Corrimos al hospital y a convencer al enfermero que nuestra urgencia de ver al médico era mayor que la del señor con la pierna rota. Fui muy convincente (mi novio ni una palabara de castellano), el medicó nos miró, nos vió sanos, firmó el papel y me lo entregó diciendo: “espero que este hombre sepa en lo que se está metiendo”. Le contesté, “ni idea, pero eso es lo de menos”.



Corrimos a la salita, para el análisis de sangre. Ante el cartel de la puerta “si quieren agujas descartables, deben traer las propias” mi “novio americano” sufrió un soponcio, ya se imaginaba muriendo de sida por el uso de agujas mal desinfectadas y yo desmayándome por mi aichmofobia. Por suerte preocupaciones inútiles, aunque nos pincharan las venas, el resultado no estaría hasta la tarde. Otra vez a llorar y explicar que “cueste lo que cueste” necesitaba los certificados antes de las 11. Milagrosamente apareció otro papelito firmado y sin cargo.



Otra vez corrimos a la galería, al fín teníamos las copias y llenamos las líneas punteadas mientras tomabamos un café con galletitas.



Volvimos triunfantes, a las 10:45, con todos los papeles requeridos. La empleada confesó con asombro “nosotros le dijimos que los casábamos porque no pensamos que volverían a tiempo” Tras nuevo derrame de lágrimas, mandaron a la casa a los que esperaban por DNIs, Certificados de Defunción o Partidas de Nacimiento, con una simple explicación: “Vuelvan mañana, ¡hoy tenemos un casamiento!”.



Entonces faltaban testigos. Trajimos al botones del hotel, “no, es menor de edad, no sirve”. Tratamos de persuadir a la gente que esperaba el micro para Brasil, pero extrañamente desistían. Finalmente una pareja de Temperley accedió, la mujer sin muchas ganas, pero sin quejarse. Supimos enseguida quien mandaba, una buena indicación fue el ojo morado de la pobre señora. En otro momento le hubiera roto la cara a trompadas al hombre, pero era tan difícil encontrar testigos, y todavía necesitabamos otro, alguien local. Las empleadas del Registro Civil se apiadaron de nosotros al ver que nada nos haría desistir: le pidieron a un kioskero si podía salir de testigo.


Testigo ausente, que pasaría a firmar a la tarde después de haber cerrado el negocio...



Supongo que ese día la jueza habrá rezado las palabras de costumbre, pero solo recuerdo: “¿Vos estás segura que este muchacho entiende?” y firmó el último papel.
Con el acta todavía en la mano, tomamos un taxi y llegamos al aeropuerto al mediodía, justito para alcanzar el avión de regreso a Bs.As.







No tuve vestido blanco, flores, ni invitados. No recibimos licuadoras, cubiertos ni copas de cristal. Tuvimos sí las ganas de seguir juntos a pesar de lo que diga el consulado y sus visas.



Mi certificado de matrimonio es un pliego tamaño oficio, tipeado en una máquina obsoleta, que resembla bastante al original de la Declaración de la Independencia. Y marca el día, aunque parezca contradictorio, en que alcancé mi libertad.